Hace tiempo atrás, una mujer vivía en una isla solitaria, rodeada de mar. El pequeño hogar contaba con un extenso huerto, que cuidaba con tenacidad, para que las aves pudieran reposar, durante las rutas migratorias, que solían realizar. Se deleitaba con los relatos de los pájaros, que paraban a descansar, en su vergel particular. Un día llegó un emisario solar. La criatura alada tenía forma de libélula dorada; su voz irradiaba la certeza de la fuente de sabiduría, de la que procedía.

-Necesitamos tu ayuda en el mundo terrenal- afirmó con rotundidad.

-¿Qué tipo de ayuda?- contestó reticente.

-Se requiere que seas mala, no malvada, con las gentes del lugar-.

-¡Yo no sé hacer eso!; vivo con serenidad. Profundizo en mí misma. Medito y estudio. No me puedo encargar de algo tan distinto a lo que soy-.

-Las personas de allí, tienen el mismo dilema evolutivo que tú. Están estancados-.

-¿Quieres decir que necesito conflictos para avanzar?-.

-Hay momentos para todo, incluidos los retos progresivos, de naturaleza gradual. Eres inteligente, sabrás cómo actuar para que abandonen la comodidad. La experiencia servirá a tu vida actual-.

Y aquélla mujer solitaria, viajó a la plataforma terrenal, con la misión de hacer reflexionar a la sociedad. Introdujo movimientos terrestres, erupciones, incendios, tsunamis, huracanes y situaciones de variedad, para mover el piso de la conformidad mental, hacia preguntas tales como «quién soy, para qué vine, hacia dónde voy». La experiencia le recordó, que había olvidado hacia dónde se dirigía, en aquella isla, rodeada de falsa seguridad. Retomó el proyecto migratorio del alma, visitando el jardín para descansar, como un ave más.